El cielo comenzaba a teñirse de naranja cuando el celular de Sofía vibró sobre la mesa. Ares, que dormía enroscado sobre una de las sillas, ni se inmutó. Pero Sofía sí. Miró la pantalla. Catalina.
La videollamada se estableció rápido, como si al otro lado del país su amiga también necesitara verla con urgencia.
—¡Al fin! —dijo Catalina, con una sonrisa amplia, el cabello revuelto y esa energía que siempre arrastraba con ella—. Pensé que te habías escondido en el Himalaya, Sof.
Sofía esbozó una sonrisa tenue. Se acomodó el cabello detrás de la oreja, intentando parecer más despierta, más viva.
—No, aquí estoy. Solo… tuve un día extraño.
Catalina la observó. No habló de inmediato. Solo la miró, como si tratara de leerle los pensamientos a través de la pantalla.
—No tienes buena cara —dijo finalmente, con voz más suave—. ¿Seguro que estás bien?
Sofía dudó. Bajó la mirada un segundo, luego la volvió a subir.
—Sí, solo... no dormí bien. Me siento un poco apagada. Pero mañana seguro ya esto