El despacho de Naven Fort, por años, había sido símbolo de poder, estrategia y dominio. Ningún papel estaba fuera de lugar, ninguna carpeta sin clasificar. Las maderas nobles, el mármol impecable del piso, el aroma tenue a cuero de los sillones… Todo hablaba de orden. De control.
Pero esa mañana, el aire se sentía distinto.
El silencio era espeso. El reloj de pared marcaba las 9:41, pero Naven no lo escuchaba. Sus ojos, enrojecidos, vagaban por el espacio como si no reconociera el entorno. Su mano derecha temblaba. Un tic involuntario en su ceja se repetía una y otra vez.
Sentado en su sillón de respaldo alto, observaba sus propias manos como si no le pertenecieran.
—¿Ya es indispensable para mi…? —susurró, rompiendo el silencio. Él sabía que cada segundo que pasaba era consumido y destruido.
Axel irrumpió en el despacho tras dos llamadas ignoradas. Abrió la puerta sin esperar invitación.
—¿Qué carajos te pasa, Naven? ¡Llevo media hora esperando abajo! —su tono era directo, como siemp