Llegué a la subasta más tarde de lo esperado, todavía sudorosa y sin aliento por el viaje. El gran salón estaba lleno de personas elegantes, todas vestidas como si hubieran salido directamente de una revista. El aire olía a vino caro mezclado con perfume y rivalidad.
Tomé una respiración profunda, arreglé mi cabello y alisé mi sencillo vestido antes de entrar.
Los ojos de todos parecían seguirme mientras entraba: algunos con curiosidad, otros con ese juicio silencioso que siempre acompañaba a la “hija menos favorecida” de los Tomás.
Al otro lado de la sala vi a María riendo con Esteban. Llevaba un vestido dorado y ceñido que brillaba bajo la luz del candelabro como si fuera la dueña de todo el lugar. Esteban se quedó a su lado, sonriendo con educación a cada cosa que ella decía.
Cuando sus ojos se encontraron con los míos por un breve segundo, vi su sonrisa titubear, pero solo por un instante. Luego desvió la mirada, como siempre.
Dolía más de lo que quería admitir.
La subasta comenzó