La semana siguiente, Padre llamó a María y a mí a su estudio. Su voz, como siempre, era profunda y autoritaria —de ese tipo que podía silenciar una habitación antes incluso de terminar una frase.
Permanecía de pie junto a la ventana, con un vaso de licor ámbar en la mano, la espalda recta y la expresión impenetrable.
—Hay una subasta esta tarde —comenzó—. El museo subastará un artefacto raro. Quien lo adquiera… obtendrá las mayores acciones en la empresa familiar.
Por un momento, el silencio llenó la habitación. Sentí que el corazón se me caía al estómago, pero no dejé que mi cuerpo tembloroso lo mostrara.
Por supuesto, convertiría los negocios en otra competencia. Siempre lo hacía.
María rompió el silencio primero, mostrando esa sonrisa perfecta que siempre llevaba cuando Padre estaba cerca.
—Puedes contar conmigo, Padre. No te decepcionaré.
La miré. La confianza en su voz no era nueva; era ensayada. Sabía que ella prosperaba en esas pequeñas rivalidades que Padre lanzaba entre nosot