La medianoche envolvía la mansión de Lionel con una luna llena que filtraba su luz fantasmal a través de los vitrales, proyectando el símbolo de Arceo como una sombra retorcida sobre la mesa. El café humeante y el jugo de ciruela —de un rojo oscuro, casi sanguíneo— contrastaban con la frialdad de la habitación. Lionel, sentado en un sillón de terciopelo negro, jugueteaba con un anillo grabado con el ojo de Arceo, su reflejo distorsionado en la superficie del líquido.
—Llámame con más confianza —musitó Lionel, inclinándose hacia Aisha, sus ojos dorados captando cada microexpresión suya—. Después de todo, tú eres la llave que abre jaulas... incluso las propias.
Aisha sostuvo su mirada, sus dedos temblorosos rozando el borde de la taza.
—Si mi sangre vale tanto, ¿por qué no la tomas y terminas esto? —desafió, ocultando el miedo tras una voz firme.
Lionel rió, un sonido frío como el crujir de hielo.
—Prefiero cazar con trampas de seda que con garra —respondió, señalando el cofre dorado en