La mansión había perdido su alma esa noche. Convirtiéndose en la mansión del pecado y la traición entre cuerpos que ambicionaban poder, libertad y sin saberlo estaban vendiendo sus almas al Dios de la lujuria.
Las paredes, acostumbradas al eco de la voz de Rous, fueron testigos de un murmullo distinto: el roce del deseo y la traición. Caleb entró con Perla tomada del brazo, la risa de ella quebrando el silencio como un cristal que se hace trizas.
Su perfume era la mezcla de jazmín y pecado que se extendió por el aire, profanando cada rincón que alguna vez perteneció a la esposa de Caleb.
Las sirvientas se miraron entre sí, temerosas de respirar demasiado fuerte. —La patrona no está —susurró una, con la mirada fija en el suelo. —Y él ya trajo a su nueva reina —respondió otra, con una muesca amarga.
Caleb no necesitó cerrar puertas; el sonido de los cuerpos cayendo sobre el sofá bastó para hacerlas innecesarias. La piel de Perla brillaba bajo la penumbra, y sus risas se mezclaban con el