Aquello se había convertido en una promesa, en un juego con deseo en su pensamiento. Milán había cruzado esa línea delgada de la confianza por el amor de una mujer, aunque no era una mujer cualquiera: Era Rous la esposa del emperador.
Los días y los meses continuaron su ritmo, Milán llegaba en más de cuatro ocasiones por semana a recoger a Rous. Ella siempre lo esperaba con una sonrisa amable, muy propia de ella. Pero las murmuraciones en la mansión se confundían con el deseo que la familia se desintegrara y otras que solo se trataba de una amistad forjada a base de confianza entre los tres.
Mientras Caleb hacia crecer su imperio, Milán intentaba acercase un paso a la vez con detalles que impresionaran a Rous, pero que no hicieran dudar a Caleb.
Cierta mañana Rous estaba esperando que apareciera Milán luego que ella le hiciera saber a Caleb que deseaba salir de la ciudad, pero Caleb aun no daba su consentimiento, hasta que: —¿Dónde te encuentras? —llamo Caleb preguntando con esa voz d