La luz del amanecer teñía de dorado los edificios de Moscú mientras el automóvil negro se deslizaba hacia el aeropuerto. Brany, con la frente apoyada en la ventanilla fría, observaba cómo la ciudad que había sido su jaula de oro se desvanecía. La pesadilla de la noche anterior aún se aferraba a sus pensamientos como una enredadera venenosa. La imagen de Sergey y Andrey fusionándose en una sola persona le provocaba un escalofrío que nada tenía que ver con el frío exterior.
—No pareces la misma chica que ayer brincaba de emoción —comentó Encarnación desde el asiento delantero, volviéndose para observarla con esa mirada que todo lo veía.
—Fue el sueño, madrina. Me ha dejado el alma revuelta —susurró Brany, sin apartar la vista de la ventana—. ¿Cree que los sueños… pueden ser advertencias?
Iván, que manejaba con su habitual flema, intervino con un tono más suave de lo habitual.
—La mente es un laberinto, pequeña. A veces, en el sueño, tropezamos con verdades que estamos dormidos para