El susurro tenue de los árboles se perdía entre el bullicio de la ciudad. Era tarde, pero no todos dormían. Los fiesteros, los trabajadores nocturnos y los que hacían del delito su trabajo estaban alerta, la jornada apenas comenzaba.
Estacionado a la sombra que el ramaje de un abedul le proporcionaba, había un auto con dos ocupantes, un hombre y una mujer.
Ella abrió la puerta para bajar. El gélido aliento de la noche la hizo cerrarla de inmediato y volver a su puesto.
—Es una noche muy fría, mejor volvamos mañana —dijo Amalia.
—Ahora. Sal y tráeme algo que valga la pena —ordenó Mad. Su tono autoritario daba a entender que no había lugar para las negociaciones.
—Qué curioso, eso es lo que siempre me decía mi padre, jajajaja.
El comentario ni pizca de gracia le hizo a Mad. Sus fuertes manos aferraban el volante como querían aferrar el cuello de Amalia.
—De seguro no está en casa. Siempre hay algún guardia en el balcón y ahora no se ve nadie.
—Pues ve y averígualo.
—Podrías prest