El polvo del camino se pegaba a la piel de Virginia como una segunda capa, áspera y cruel. Llevaba horas caminando sin rumbo, bajo un sol que parecía querer quemarlo todo. No sabía hacia dónde dirigirse; las palabras de las monjas resonaban en su memoria, pero ningún carruaje, ninguna posada aparecía en el horizonte.
La sed le quemaba la garganta y el hambre empezaba a ser un rumor sordo en el estómago. La debilidad la obligó a buscar refugio bajo un arbusto reseco, apenas un pedazo de sombra que no mitigaba el calor, pero al menos le permitía sentarse y descansar.
Cerró los ojos. No sabía cuánto tiempo pasó allí, pero en medio de esa especie de