La mañana entró de golpe en la habitación, con la luz suave de Londres deslizándose entre las cortinas que alguien acababa de abrir. Virginia se movió inquieta en la cama, todavía dolorida por las caminatas y el cansancio acumulado, hasta que una voz femenina y firme quebró el silencio.
—Buenos días, señorita —dijo una mujer de porte erguido y expresión severa, aunque no poco amable—. Soy la señora Dickens, el ama de llaves de esta casa.
Virginia se incorporó despacio, sorprendida por la presencia de aquella figura vestida con un traje oscuro y un delantal inmaculado.
—Es un placer &mdas