Mundo ficciónIniciar sesiónEl día de la partida amaneció gris y frío, con el suelo aún mojado por la tormenta de la noche anterior.
Como era de esperarse, nadie salió a despedir a Bella. No hubo lágrimas, ni abrazos, ni siquiera una guardia de honor. Simplemente siguió las órdenes de un grupo de soldados y un sirviente encargad del viaje. Se dirigía al reino de Teo Dan de Kaelar, un nombre que sonaba pesado y lejano.
Su equipaje era escaso. Llevaba una pequeña maleta con sus pocos objetos personales y un puñado de prendas de vestir. Irónicamente, lo más "decente" que llevaba puesto eran algunos vestidos que su media hermana, Lysandra, había desechado por considerarlos "pasados de moda". Los vestidos le quedaban visiblemente grandes, a pesar de que Bella era mayor que Lysandra.
Lo que sí viajaba con lujo era la dote para el Rey Teo Dan: varias carretas cargadas de cofres repletos de joyas, metales preciosos y títulos de tierras. No era un regalo de bodas; era claramente una ofrenda de paz apresurada de parte del Rey Ulises, un intento desesperado de apaciguar al tirano y su creciente poder.
El viaje fue largo y accidentado. Los caminos de Azeroth no estaban hechos para el tránsito rápido, y avanzaban lentamente a través de terrenos rocosos y bosques densos. Bella iba en el carruaje, sola con sus pensamientos, mientras sentía el constante traqueteo y el movimiento cansino de los caballos.
Al caer la noche los soldados decidieron detenerse en una pequeña aldea fronteriza. El lugar de descanso era una posada de mala muerte que parecía a punto de caerse a pedazos. El edificio era viejo, con olor a humedad y con tablas flojas que crujían a cada paso.
Bella fue conducida a una pequeña habitación en el segundo piso. La cama era miserable, con un colchón duro como una tabla y sábanas ásperas. La diferencia con el palacio Occidental no era mucha, pero para los soldados y el sirviente, el lugar era incómodo.
Sin embargo, para Bella, esta era simplemente otra versión de la miseria a la que estaba acostumbrada. El agotamiento del viaje y los días de tensión superaron cualquier incomodidad. Apenas tocó la cama, cerró los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, se quedó dormida rápidamente.
El sueño de Bella, aunque profundo debido al agotamiento, nunca fue realmente reparador. Los años de vivir sola en el palacio Occidental, con el miedo constante al frío, el hambre y los intrusos, la habían dotado de un sueño ligero y una alerta constante. Era incapaz de caer en un sueño profundo y tranquilo.
Cerca de la mitad de la noche, Bella despertó de golpe.
Un tenue crujido de madera había roto el silencio de la posada. Al principio, se preocupó solo por lo obvio. Había escuchado a los sirvientes del Rey hablar sobre esta zona fronteriza, diciendo que estaba plagada de ratas y criaturas desconocidas. Quizá alguna bestia o alimaña grande se había colado en el hotel.
Luego, la pequeña ventana de su miserable cuarto se oscureció. Una sombra negra, rápida y ágil, pasó por el marco, seguida por el sonido casi imperceptible de la puerta abriéndose.
El corazón de Bella se desbocó. No era una rata, ni una bestia. Era un ser humano.
Una punzada de miedo le recorrió la columna. Se levantó sin hacer ruido de la cama, lista para buscar ayuda. Había algo profundamente mal en la quietud y la oscuridad de ese intruso.
Apenas puso un pie en el suelo de madera, la puerta se abrió de repente. Un hombre vestido completamente de negro entró con la agilidad de un gato. Antes de que Bella pudiera gritar o correr, él se abalanzó sobre ella.
De un tirón brusco, el hombre la arrastró de regreso al interior de la habitación. Con un movimiento rápido, cerró y bloqueó la puerta con un pasador pesado, y luego se movió hacia la ventana, que también aseguró. Estaban encerrados.
Bella luchó desesperadamente contra el agarre de acero en su boca. Sus ojos se fijaron en la figura del asaltante, y el terror le nubló la vista. La forma en que se movía, el sigilo y la fuerza, no eran los de un ladrón cualquiera.
En ese momento de absoluta indefensión, una certeza la golpeó con la fuerza de un puñetazo: este sería su fin. O la mataría para robar la dote del Rey Teo Dan, o la llevaría con él a un destino peor.
A pesar de su desesperada lucha el silencio en la posada era absoluto. Nadie se despertó. Nadie vino a socorrerla. El terror de Bella se intensificó al darse cuenta de que el intruso no solo era fuerte, sino que también era increíblemente silencioso.
En el forcejeo, el hombre de negro la giró bruscamente. La pálida luz de la luna que se colaba por la ventana rota iluminó su rostro. Por un instante el hombre pudo ver la innegable belleza de Bella, enmarcada por el cabello gris dorado que ahora estaba revuelto por la lucha.
La pausa duró poco. Con un movimiento brutal, el hombre empezó a arrancarle la ropa y a inmovilizarla sobre el colchón de la cama.
En ese momento, el cuerpo de Bella, ya débil por la desnutrición y el frío constante, finalmente falló. La adrenalina se agotó y la fuerza la abandonó de golpe. Las lágrimas comenzaron a rodar silenciosamente por sus sienes.
Un pensamiento amargo y desolador se grabó en su mente:
"Todos quieren que muera y parece que no hay un lugar donde pueda sobrevivir en este mundo."
Justo cuando toda esperanza se había desvanecido, cuando el hombre de negro sacó una daga corta que brilló peligrosamente bajo la luna, algo ocurrió.
En medio de su desesperación, Bella creyó haber escuchado un sonido que venía de muy lejos. Era un grito, o más bien un eco melancólico en el viento, que sonaba exactamente como la voz de su madre.
Sus ojos, llenos de lágrimas, se abrieron de repente, inundados de una rabia feroz y desconocida.
El color de sus iris, que usualmente eran de un azul pálido, se transformó. Se encendieron hasta volverse un rojo intenso, casi escarlata.
Un poder misterioso y totalmente ajeno a su consciencia se canalizó en su cuerpo. Ella no tenía idea de cómo pero su cuerpo se arqueó, y ella esquivó la trayectoria de la daga que se dirigía directamente a su pecho.
El hombre de negro se quedó helado, su arma falló y la hoja se clavó en la madera de la cama junto a su cabeza. Por primera vez, había algo en los ojos de Bella que no era miedo.
El hombre de negro se quedó paralizado, su rostro oculto por la capucha, mirando la daga clavada a centímetros del cráneo de Bella y, sobre todo, mirando el color escarlata que le incendiaba los ojos.
Bella, por su parte, se movió con una quietud aterradora. Se bajó de la cama con una rigidez casi robótica. No había pánico ni miedo en su expresión; de hecho, no había ninguna emoción en su rostro. Parecía estar movida por una fuerza externa.
Extendió la mano con la palma hacia el hombre de negro. Era un gesto simple, pero cargado de una autoridad elemental que nunca antes había poseído.
En respuesta al gesto, el aire en el pequeño cuarto explotó.
Un viento fuerrtísimo, concentrado y violento, surgió de la nada. No era un viento normal; era una fuerza cortante. El hombre de negro, poderoso y fuerte, fue agarrado por el vendaval. No pudo gritar; el viento lo desgarró y lo lanzó contra la pared con una velocidad brutal.
El impacto fue demoledor.
El cuerpo del hombre se desintegró con un crack seco, sin dejar ningún rastro visible de lo que había sido. El poder había sido tan intenso que el cuarto entero se sacudió violentamente, y se escucharon crujidos angustiosos en la posada entera.
La fuerza desapareció tan rápido como había llegado. Los ojos de Bella volvieron a su azul pálido normal, y la emoción regresó a su rostro con una oleada de terror. Acababa de ver cómo desaparecía un hombre por su propia mano.
Ella reaccionó al horror de lo que había hecho.
El impacto físico y emocional fue demasiado. El poder había drenado sus pocas reservas. Con un gemido, el mundo se puso negro. Se desmayó, desplomándose sobre el suelo de madera con un golpe seco. Su cuerpo ya estaba ardiendo. La manifestación de ese poder elemental había provocado en ella una fiebre alta y repentina.







