La oscuridad no era un lugar, era más como un sentimiento. Una especie de océano denso, frío y total. No sabía cuánto tiempo había pasado flotando allí, una conciencia sin cuerpo, una memoria sin voz. Solo era yo… y el sonido del llanto de mis hijos. Era un eco que me partía el alma. Un llanto fuerte y triste que parecía no terminar nunca, el único faro en una inmensidad de la nada, como si el tiempo se hubiera detenido justo cuando todo se rompió en mi vida.
Intenté correr hacia el sonido, pero no tenía piernas. No tenía cuerpo.Solo tenía mi voluntad. Una voluntad herida… pero más viva que nunca. Entonces, una luz comenzó a latir en la oscuridad. No era una luz que cegara, sino que iluminaba desde dentro, como una galaxia naciendo en el vacío. Con ella llegó un sonido, una melodía que era al mismo tiempo el latido de un corazón y el susurro de las hojas de un bosque ancestral. Era una presencia. Vasta, antigua y abrumadoramente femenina. La sentí como la primera madre, como todas las madres. Era la Luna. No era la luna que conocía, esta era más grande, más roja, más cercana. Me miraba desde el cielo oscuro como un ojo enorme.
«¿Estoy muerta?», pregunté. No usé mi voz. Fue un pensamiento lanzado al aire, una piedra arrojada a un estanque infinito.
La figura no respondió con palabras. En cambio, levantó una mano y el vacío a mi alrededor se llenó de imágenes. Me vi en la cabaña de Aneira, riendo, mientras un hombre de cabello plateado y ojos amables me miraba desde la distancia con una sonrisa que prometía paz. Vi a mis hijos, un niño y una niña, corriendo felices por un bosque bañado por el sol. Una vida que no tuve, pero que podría haber tenido. Las imágenes se retorcieron como humo en una hoguera. Fuego, gritos, traición. Mis hijos arrancados de mi cuerpo. Sangre manchando el suelo del Consejo. El rostro falso de Syrah. Las manos de Rheon empujándome. Mi muerte.
«¿Qué es esto?», volví a preguntar, sintiendo un dolor profundo donde se suponía que estaba mi pecho.
Una voz habló dentro de mí, sin sonido, pero con el peso de las estrellas: «Es lo que aún puede pasar. Si decides regresar.»
«¿Regresar? ¿Cómo?»
«No eres una loba cualquiera, hija de la Luna. Tu sangre es antigua, un ancla para la magia salvaje de este mundo. Tu dolor abrió una grieta entre la vida y la muerte. Y tu rabia... tu rabia encendió un fuego que ni yo puedo ignorar.»
De pronto, sentí un calor en mi pecho y “recuperé” mi cuerpo o, mejor dicho, volví a tomar consciencia de él. Vi una luz que no venía de fuera, sino de mi propia sangre. Símbolos antiguos, los mismos que adornaban los altares olvidados, brotaron de mi piel, flotando como humo denso y pegándose a mi esencia. Era como si toda mi historia, todo mi linaje, despertara en mí.
«¿Y si no quiero volver?», pregunté, tentada por un instante por el fin del dolor.
«Entonces olvidarás y descansarás. Tus hijos están conmigo. Nadie te culpará.»
«¿Y si regreso?»
«Recordarás. Todo. Cada palabra envenenada, cada golpe, cada traición. Desde el primer latido de tus hijos… hasta el último grito de tu alma. El dolor será tu combustible.»
Caí de rodillas en la nada. Sentía el peso de una eternidad de dolor. Un dolor antiguo que solo una madre que perdió a sus hijos podría sentir. «Haré lo que sea. Solo... déjame protegerlos. Déjame impedir que ese futuro se rompa otra vez.»
La figura extendió sus manos y del suelo inexistente brotó un fuego plateado que me envolvió. No era para castigarme. Era para transformarme. El fuego no me quemaba, me reconstruía, me devolvía la forma. «Cada llama necesita una chispa. Tú eres esa chispa. Ve. Y no muestres piedad, pues ellos no la tuvieron contigo.»
Mi cuerpo se volvió ceniza. Luego luz. Luego oscuridad otra vez. Y entonces... Respiré.
Abrí los ojos de golpe, jadeando, el aire frío llenaba mis pulmones con un dolor exquisito. Estaba tumbada en tierra húmeda, cubierta de hojas. Reconocí el lugar al instante: el claro del bosque donde solía esconderme de niña. Estaba viva. Y más que eso: había vuelto. Corrí hacia un pequeño estanque cercano, mis piernas torpes como las de un recién nacido. Me miré en el agua. Era yo, pero diferente. Mis ojos tenían un brillo nuevo, rojizo, como si la luna viviera en ellos. En mis mejillas había finas marcas de ceniza, recuerdos del velo que había cruzado. La mujer en el reflejo ya no era la misma que murió. Era otra. Más fuerte. Más despierta. Toqué mi pecho, justo sobre mi corazón. Sentía un calor sutil, una vibración suave, como un corazón extra que latía al unísono con el mío. El pacto era ahora una parte de mí, una cicatriz sagrada.
Mi vientre… aún plano, pero no vacío. Mis hijos estaban allí, un secreto diminuto y feroz latiendo conmigo. El pacto no solo me había devuelto la vida, les había devuelto la suya. Y ahora sabía cómo protegerlos. Sabía cómo evitar que el futuro se rompiera otra vez.
Levanté la vista. El sol brillaba. Era el inicio del día en que todo terminó. Pero en mi mente aún escuchaba el murmullo de la luna roja. Como una promesa. Como una advertencia. Había regresado. Y no pensaba perder esta oportunidad.
Esta vez, no me verían venir.