Un sonido escapó de mi garganta. No fue un grito. No fue un gemido. Fue un ruido gutural, animal, arrancado desde lo más profundo de mi ser, el aullido de una madre que ve a sus cachorros en las fauces de una serpiente. El mundo se contrajo hasta convertirse en un túnel, y al final de ese túnel solo estaban ellos: Caelus, con sus ojos serios y asustados; Diana, temblando a su lado.
Mi mente se apagó. El plan, la estrategia, la paciencia... todo se quemó en un instante, reducido a cenizas por el fuego blanco del instinto maternal.
No había clan, no había Hecate, no había engaño. Solo estaban mis hijos en peligro.
Nera explotó dentro de mí. No fue un rugido, fue un terremoto. El control que había mantenido sobre ella durante semanas se hizo añicos. La loba, la madre, la furia encarnada, tomó el control.
Me lancé hacia adelante.
No pensé. No planeé. Mi cuerpo reaccionó, impulsado por una única y absoluta directiva: llegar a ellos. Mataría a Syrah. Destrozaría a Hecate. Reduciría a ceniz