Las palabras de Syrah, "nos aseguraremos de que te quedes muerta", no fueron una amenaza. Fueron una sentencia. Y sus verdugos no perdieron el tiempo en ejecutarla.
Por un instante, el mundo pareció contener la respiración. El único sonido era el aullido del viento en la cima de la colina. Luego, con un grito de guerra gutural, los guerreros de Rheon avanzaron. Eran un muro de músculo y acero que se abalanzaba sobre nosotros desde la izquierda, sus espadas brillando débilmente a la luz de las antorchas que comenzaban a encenderse en el perímetro del bosque.
Simultáneamente, los acólitos de Hecate se deslizaron hacia adelante desde la derecha. No corrían. Se movían con un andar antinatural, espasmódico, como marionetas cuyos hilos fueran tirados por una mano invisible y demente. No desenvainaron armas. Sus manos, pálidas y delgadas, se extendían hacia nosotros, con los dedos torcidos en gestos extraños.
El pánico que me había consumido antes se había ido. En su lugar, había una calma h