El fuego crepitaba, llenando la cueva con un calor constante que luchaba contra el frío de la piedra. Era el único sonido, aparte del murmullo distante del viento en el exterior. Me senté en el lecho de pieles, envuelta en la manta, observando a Ashen. Él se había alejado de la entrada y ahora estaba avivando las llamas con un palo, su imponente figura proyectaba una sombra danzante que se extendía por las paredes como un guardián gigante.
Estaba vivo. Mis hijos estaban a salvo.
La repetición de esas dos frases en mi mente no era suficiente para calmar el temblor que recorría mi cuerpo. Era el residuo del veneno, sí, pero también era el shock de un alma que había sido llevada al borde del abismo y traída de vuelta por la fuerza.
—¿Por qué no me lo dijiste? —pregunté, mi voz más estable ahora, pero cargada con el peso de los últimos días—. En tu cabaña... no había señales. Podrías haber dejado algo. Una marca. Cualquier cosa.
Ashen no se giró. Siguió atizando el fuego, sus movimientos