El tiempo no se detuvo. Fui yo la que dejó de pertenecerle.
La luz que había estado agazapada bajo mi piel se abrió paso como una marea imparable. No era fuego. No quemaba la carne. Quemaba otra cosa. Quemaba lo que no era verdad. Lo que no pertenecía. Lo que había sido metido a la fuerza en el tejido del clan. Sentí cómo subía desde la cicatriz del pecho hacia las clavículas, de ahí a los hombros, luego a los brazos, hasta que mis manos dejaron de sentirse como manos y se volvieron algo más: canales. Mis dedos hormiguearon; las uñas brillaron con reflejos plateados que no eran reflejos de nada. Eran luz propia.
La sombra frente a mí se agitó. No estaba acostumbrada a que algo la mirara de frente. Siempre había sido ella la que ocupaba el lugar donde la luz no llegaba. Siempre había sido ella la que dictaba hasta dónde alcanzaba el alumbrar de la luna. Ahora no.
La Luna había decidido otra cosa.
El primer impacto no fue visible. No hubo rayo, ni relámpago, ni columna de luz descendien