Nos zambullimos en el laberinto de callejones oscuros y Encrucijada Gris se convirtió en un infierno a nuestras espaldas. El rugido del fuego era un monstruo hambriento que devoraba La Última Moneda, y sus gritos eran las alarmas, las campanas y los aullidos de los mercenarios que corrían hacia el caos. El cielo nocturno, antes negro como el carbón, ahora palpitaba con una luz anaranjada y enfermiza que proyectaba nuestras sombras, largas y danzantes, contra las paredes de adobe.
Corrí en mi forma de loba, un borrón plateado y ensangrentado. Ashen corría a mi lado, o al menos lo intentaba. Era un milagro de pura voluntad que siguiera en pie. Su mano derecha estaba apretada con fuerza contra la herida de su costado, pero la sangre, oscura y espesa, brotaba entre sus dedos y goteaba por su pierna. Cada zancada era un esfuerzo visible, su rostro, una máscara pálida de dolor y furia.
—¡Por aquí! —gruñó, y me guio por un giro brusco a la izquierda, adentrándonos en un pasadizo tan estrecho