Por Jacqueline Henderson.
—Hemos llegado—me dice el conductor del taxi al llegar a la mansión de mis suegros, porque eso era, nunca ha sido mi hogar.
—Muchas gracias.
—Que tenga un buen día, señorita.
Señorita… que extraño se escuchaba que me dijeran así, aunque ser una viuda a los 32 años podría descatalogarse como volver a llamarme señorita y no señora ¿no?
Aún así, era extraño que aunque ha pasado el tiempo todavía uso mi argolla de matrimonio. Creo que es la forma que tengo de recordarme a mi misma todo lo que una vez fui y que se rompió, incluso antes de ese fatídico día.
—¡Mami!
La voz dulce de mi pequeño tesoro me saca de mis absurdos pensamientos y no me queda más que cambiar el chip.
—Mi pequeño ¿Cómo te fue hoy en el jardín de niños? ¿Alguna tarea o algo así?
—Noup, todo bien, mamita. Hoy aprendí a escribir mi nombre.
—Qué bien, ya me vas a enseñar después de bañarte y de que cenemos.
—Eso puede esperar, Jacqueline—me dice mi suegro, saliendo desde las sombras como si fuera