POR BRUNO CICARELLI
—Ven, vamos a abrazar a nuestro dulce de tiramisú.
Me dice mi hermosa diosa de ébano y yo… yo estoy que me muero. Me duele el pecho y tengo ganas de llorar ¿me estaré muriendo?
Es que todo esto es tan repentino, hace nada nos estábamos conociendo en una sala de hospital y ahora… ahora dejaba sin pelear siquiera un poquito que mi niña, mis ojos, mi vida entera le diera el sí a un hombre que le dobla la edad.
Bueno, ni tanto, son solo ocho años, casi nueve…
—No. Me resisto, no quiero.
—Bruno…
—Es que…
—Nada, amor. Ella es lo suficientemente madura y el paso que está dando debe ser un orgullo para nosotros, quiere decir que lo hemos hecho bien, amor.
—Ay, mi Brunis, si vieras lo lindo que fue ese muchacho recurriendo a nosotros para ayudarlo con la propuesta—me dice una traidora que se limpia las lagrimas que salen de sus ojos.
—¿Tú, Alma? ¿tú lo ayudaste?
—Pues claro, el muchacho me pidió ayuda y quién era yo para negársela.
—¡¿Y me lo ocultaste?!, eso no se vale, Al