38. Una luz
—Priscila, escucha.
—¡Gladys! ¡¿Es cierto?! —con sorpresa los ojos de Priscila se abren, y no es que palidezca, sino que lucha con las lágrimas y la consternación.
—Priscila —Gladys es quien ahora toma sus manos, temiendo que lo que ahora ésta mujer haga y diga arruine lo mucho que le costó tener esto en secreto—. No es lo que crees. No lo es. Escúchame. Aquí el asunto no es de Juan Pablo. Es mío, y como tal quiero que, por favor, por favor, Priscila, no hables de esto con nadie.
Priscila jadea hacia sus adentros porque mucho ya tuvo con las negaciones directas de su madre. Lo que jamás creyó que escucharía se torna una realidad donde en vez de tomarlo con alegría, la situación sólo amerita sorpresa y confusión.
—¿Por qué, Gladys? ¿Entonces es cierto?
—Lo lamento mucho, Gladys. No creí que estuvieras con alguien más —Fabiola viene con cara lamentable, avergonzada de lo que creó.
—Está bien —Gladys la calma y vuelve a Priscila—. Bien, podemos hablar. Pero ahora me vas a jurar que no le