El amanecer apenas tocaba el horizonte, pero el cielo seguía teñido de un gris enfermizo, como si la noche se negara a ceder del todo. Las aves no cantaban. El viento estaba quieto.
Y el altar palpitaba como un corazón oscuro.
Oriana se encontraba frente a él, de pie ahora, más firme. La noche sin sueño había templado sus pensamientos. Sabía que lo que venía no podía detenerse. Lo único que podía elegir era cómo enfrentarlo.
—Está viniendo —murmuró.
Gabriel no necesitó preguntar a quién se refería. Lo sentía también.
Oscar, apoyado contra una roca, asintió con gravedad.
—La figura lo está guiando. No quiere solo el poder de Ethan. Quiere el altar.
—¿Y para qué? —preguntó Anita, acercándose con cautela.
Oscar cerró los ojos.
—Para abrir lo que nunca debió abrirse. Para cruzar un umbral entre planos.
Oriana se estremeció.
Ese altar no era solo un punto de decisión.
Era una puerta.
Ethan caminaba como en trance. El bosque a su alrededor se abría solo para él, como si la oscuridad ya lo