El murmullo de la multitud era como un zumbido insoportable que perforaba los oídos de Elena. Estaba sobre una tarima iluminada por reflectores que no pedían permiso para quemarle la piel con su resplandor. Tenía las muñecas atadas a la espalda y las piernas temblorosas, pero no era por cansancio, sino por rabia. Una rabia mezclada con desesperación, con esa sensación de injusticia que la asfixiaba más que la soga invisible que rodeaba su cuello.
Sus ojos, grandes y oscuros, estaban bañados en lágrimas que se negaba a dejar caer.
«No les daría el gusto. No iba a llorar frente a ellos. No iba a suplicar.»
— Baja la cabeza, maldita sea — gruñó uno de los hombres que la custodiaban, empujándola con fuerza para obligarla a inclinarse frente a los postores.
Elena se resistió. Clavó los talones en la madera de la tarima y levantó el mentón con un orgullo feroz.
— Prefiero morir — escupió con voz quebrada, pero firme —. ¿Me oyes? ¡Prefiero morir antes que convertirme en mercancía para ustede