La brisa del puerto golpeaba con un olor salado y rancio. El eco metálico de las grúas en movimiento y el chillido lejano de las gaviotas acompañaban la escena como una sinfonía inquietante. La luz del sol ya estaba por salir a alumbrar y aún no tenía rastro de la mujer. Habían pasado dos días desde su desaparició. Alexander caminaba con pasos decididos, los ojos encendidos de furia y determinación. A su lado, Héctor lo seguía con la misma tensión reflejada en su rostro, observando cada sombra, cada contenedor, cada rincón donde pudiera esconderse un indicio del paradero de Elena.
Había desplegado a su gente por todo el muelle. Guardias de confianza revisaban los contenedores, hablaban con marineros, interrogaban a los estibadores. Nada quedaba sin inspeccionar. Alexander no podía permitirse errores; cada segundo era vital.
Entonces vio algo que llamó su atención en la arena, oculto en ella. Se acercó y lo tomó con sus manos. Ella estuvo ahí. Era una pulsera, y tenía rastros de sang