Deborah movía los dedos contra su muslo, su mirada clavada en el vacío mientras los pensamientos la asfixiaban.
No podía fallar. No ahora.
—Él debe ser el padre de mi hijo… —se repetía en su mente, tratando de convencerse.
Apretó los dientes.
Claro, había estado con Martín en esa época, pero… también con Randall. ¿Cómo era posible que tuviera tan mala suerte?
Tal vez estaba apostando demasiado, pero si le salía bien, si Randall cayó en su trampa, todo cambiaría. Su vida cambiaría.
Su mirada se tornó calculadora antes de fijarse en él, en su imponente presencia, en esos ojos que una vez la habían mirado con deseo y ahora solo reflejaban desprecio.
—¡He dicho que es tu hijo! —espetó con vehemencia—. ¿Acaso vas a negar que éramos amantes?
Randall sintió una punzada de rabia.
Escuchar a esa mujer decirlo tan descaradamente le revolvió el estómago. Se sintió sucio. Manipulado.
Apretó los puños y habló con un tono de acero:
—Bien. Si estás tan segura, hagamos la prueba de ADN.
Deborah esbozó