Mia llegó a casa como si el peso del mundo estuviera sobre sus hombros.
Cada paso que daba dentro de la casa era una tortura, como si el lugar que alguna vez había llamado hogar ya no tuviera cabida en su corazón.
Apenas cruzó la puerta, la voz de Leslie, su cuñada, la alcanzó como un grito de advertencia.
—¡Quiero que me hagas las uñas, Mia! Hoy tengo una fiesta —le ordenó con desdén, como si no hubiera notado el estado de su cuñada.
Mia la miró con rabia, esa rabia que llevaba en su pecho creciendo dentro de ella, alimentada por los silencios de Eugenio y las humillaciones que ya no estaba dispuesta a soportar.
—Paga para que te las hagan, ¡Yo no soy tu criada! —respondió con una calma fría, sin poder ocultar el veneno en sus palabras.
Leslie se quedó muda por un momento, sorprendida por la respuesta.
Sus ojos se agrandaron, y una sonrisa irónica apareció en sus labios.
—¡¿Disculpa?! Eres mi criada, ¡no olvides tu lugar!
Las palabras de Leslie golpearon a Mia como una bofetada invisi