Mila se apartó bruscamente de Aldo, con la respiración agitada y las manos temblorosas por la rabia. Sus ojos, que hasta hace unos minutos reflejaban tristeza, ahora estaban llenos de furia.
—¡Es tu culpa! —espetó, con la voz temblorosa, por la mezcla de alcohol y enojo.
Aldo la miró desconcertado.
—¿Mi culpa? ¿De qué estás hablando?
—Ella es tu amiga, ¿no? ¡Esa m*****a tarántula es tu amiga! Tú los presentaste, los acercaste, los metiste en el mismo círculo. ¡Si no fuera por ti, esto no habría pasado!
Aldo retrocedió, sintiendo cómo el aire entre ellos se cargaba de resentimiento.
—¡¿Qué?! —exclamó con incredulidad—. Ellos ya se conocían de antes, solo de vista. ¡Yo no tuve nada que ver!
Pero las palabras de Aldo no significaban nada para Mila en ese momento.
Su dolor era demasiado intenso, y necesitaba culpar a alguien, a cualquiera, para no sentir que se estaba ahogando en su propia desesperación.
Sin pensarlo dos veces, agarró la botella de Martini de la mesa, la destapó con torpez