Cuando Mila se quedó en casa, los guardias pusieron en marcha el plan. Sabían que Francisco no se marcharía tan fácilmente. Su obsesión lo delataba, y tarde o temprano, caería en la trampa.
Uno de los guardias corrió tras él, encontrándolo estacionado a poca distancia, con el rostro sombrío y los ojos fijos en la mansión, como un depredador acechando a su presa. El guardia se acercó con cautela y golpeó la ventanilla del coche.
Francisco bajó el cristal con desconfianza.
—No estoy en un lugar inapropiado —gruñó, intentando mantener la compostura.
El guardia miró a su alrededor y luego se inclinó un poco.
—Señor, sé que necesita ayuda... si me paga bien, puedo hacer algo por usted.
Los ojos de Francisco brillaron con un destello oscuro, como si acabara de encontrar la pieza clave de su jugada. Su sonrisa fue cruel.
—Sube —ordenó.
El guardia obedeció y se sentó a su lado.
—Dime, ¿qué puedes hacer por mí?
—Cualquier cosa, siempre que pague rápido.
Francisco soltó una carcajada baja, como