La casa comunal del Norte —un edificio de piedra y madera tallada con runas ancestrales— se había transformado en un palacio de luces y aromas. Antorchas de resina de pino iluminaban las vigas del techo, y mesas largas rebosaban de venado asado con miel de abeja silvestre, truchas ahumadas del río Plateado, pan de centeno recién horneado y jarras de hidromiel que brillaban como oro líquido. Los guerreros vencedores ocupaban el centro, sus armaduras quitadas, las cicatrices de los Juegos a la vista como medallas.
Lucía presidía la mesa principal, flanqueada por Dylan y Thalia. Llevaba una túnica sencilla de lino blanco con bordados plateados, el cabello suelto cayendo en ondas negras sobre sus hombros. A su lado, Karl y su madre, Elia, alzaban sus copas en silencio, los ojos llenos de orgullo.
El banquete comenzó con risas y anécdotas. Marek, el mellizo de Thalia, se levantó con una jarra en la mano.
—¡Recordáis cuando el beta de Rocas Eternas se cayó en el barro y salió cubierto de al