JORDÁN
La noche se sentía más pesada de lo habitual. La Manada de la Luna Roja estaba en silencio, pero podía sentir el desasosiego bajo la calma: susurros, sospecha y miedo. Todos sabían lo que había pasado. Todos sabían que Dafne había desaparecido.
Me quedé junto a la ventana de mi oficina, mi reflejo mirándome a través de la luz de la luna. La marca en mi pecho ardía —no una herida física, sino un tirón profundo dentro de mí. El vínculo. Gritaba su nombre a cada segundo.
Dafne.
Cada aliento que tomaba llevaba su aroma. Cada latido de mi corazón me recordaba lo que había perdido.
—No está muerta —murmuré entre dientes, apretando el borde del escritorio con tanta fuerza que se agrietó la madera—. Lo sabría si lo estuviera.
A mis espaldas, la puerta se abrió lentamente. Teodoro entró, con el rostro sombrío.
—Alfa —comenzó con cautela—, los ancianos han convocado otra reunión. Están preocupados…
—¿Preocupados por qué? —espeté, girándome bruscamente—. ¿Porque podría incendiar mi propia