JORDÁN
El sonido del latido del corazón de Dafne resonaba más fuerte que el gruñido que llenaba la mazmorra.
Era constante, pero tembloroso — y eso solo bastaba para desgarrar lo que quedaba de mi cordura.
«Quédate detrás de mí», murmuré.
Las sombras volvieron a palpitar. Unos ojos rojos brillaron con más intensidad, casi burlones. El aire apestaba a humo y podredumbre — el olor de él.
«Drako.»
Mi voz se quebró como un cristal roto. Podía sentirlo presionando contra las paredes de mi mente, arañando para salir.
No puedes esconderla de mí por más tiempo, su voz siseó dentro de mi cabeza, suave y venenosa. Ella es la clave. Lo sabes.
Cerré los puños con tanta fuerza que mis uñas me hicieron sangrar. «No la tocarás.»
Una risa oscura llenó mi cráneo, demasiado real, demasiado cercana.
«Eres débil, Jordán. Siempre lo has sido. ¿Por qué crees que la luna te dio una compañera que tienes prohibido amar?»
Mi respiración se cortó. La mano de Dafne rozó mi brazo, y ese pequeño toque —dioses, ese