Después de la pelea y de liberarse de Orlando para siempre, Karen obligó a Paul a sentarse en la silla de la recepción para tratar su herida.
Ella buscó un kit de primeros auxilios, y metió un algodón en el antiséptico para limpiar la sangre del rasguño que le hizo Orlando en la mejilla.
—No es grave —recalcó Paul—. Se me quitará con los días. No es necesario que trates la herida.
Karen negó con la cabeza.
—Debes preocuparte más por tu salud. No has dejado de sangrar desde que Orlando se fue… —comentó, hundiendo las cejas—. Tienes la cara hecha un desastre.
Karen se sentó frente a él con una calma que contrastaba con todo lo que acababa de ocurrir. En sus manos temblaba el pequeño algodón empapado en antiséptico, y sin decir palabra, lo acercó a la mejilla de Paul, justo donde el golpe había dejado su marca.
Lo hizo con delicadeza, como si cada roce fuera una disculpa silenciosa por el caos que los rodeaba. Paul la observó en silencio, sintiendo cómo la cercanía de esa mujer le a