El silencio entre ellos era denso como la niebla que empezaba a levantarse en el fondo de la cueva. Lyra seguía sentada, envuelta en el manto que él le había dado, con los ojos fijos en las brasas apagadas de la hoguera. River, en silencio, se movía con precisión y disciplina. Ajustó los pantalones gastados y rasgados que apenas entendía cómo seguían enteros, recogía las frutas restantes en un paño oscuro y apagaba el fuego con tierra fría, cubriéndolo todo para que no quedara rastro. Era como si se estuviera preparando para desaparecer del mundo… y llevarla con él.
Cuando terminó, se volvió hacia ella.
—Es hora, tenemos que partir.
Lyra levantó los ojos despacio, la expresión aún desconfiada, envuelta en un cansancio que parecía pesar hasta en sus huesos.
—No voy contigo —respondió con voz firme, aunque un poco ronca—. Ni siquiera te conozco.
River dio un paso hacia ella, los ojos como hielo quebrándose bajo la luz gris del amanecer que se filtraba por la entrada de la cueva.
—Si qui