El aroma a madera pulida y a lavanda ambientador llenaba el despacho silencioso. La chimenea crepitaba en un rincón, lanzando sombras anaranjadas sobre las paredes de piedra, mientras el viento afuera hacía vibrar las ventanas; el festival había terminado, la manada estaba tensa. La mansión de la manada de la Luna Sangrienta imponía, pero el corazón del liderazgo latía allí, en ese cuarto revestido de tensión.
River estaba de pie, con los brazos cruzados y la mandíbula apretada. Los ojos ardían con algo más que impaciencia: era rabia contenida, un mar embravecido a punto de romper la presa. Solomon permanecía a su lado, apoyado con aparente descuido en el lateral del escritorio, pero había rigidez en la forma en que mantenía la vista clavada en su alfa. Lyra estaba sentada en una butaca cerca del fuego, con Petra encogida a su lado, apretando la mano de la amiga que, aunque más tranquila, seguía asustada y triste.
—Se casaron —la voz de Petra quebró el silencio como un chasquido—.