El amanecer se deslizaba con suavidad entre las cortinas. Ana abrió los ojos lentamente, se estiró un poco y notó el espacio vacío a su lado. Tocó la sábana aún tibia; Leonardo ya había salido de la cama. Por un momento pensó que se había ido a la empresa, pero un murmullo de voces en la sala la puso a dudar.
Se incorporó, se colocó una bata ligera y caminó hasta la puerta. Al abrirla, la escena la hizo sonreír: Clara estaba sentada en el sofá, con una taza entre las manos y su sonrisa de siempre.
—¡Buenos días, dormilona! —saludó alegremente—. No quise despertarte, Carmen me dijo que estabas descansando.
Ana se acercó con una sonrisa adormecida.
—Me alegra verte. —Tomó asiento junto a ella—. ¿Café o jugo?
Clara le pasó una taza de jugo de naranja.
—Ya está servido. Y antes de que digas algo, no, no me lo tomé todo —bromeó—. Vine a ver cómo estabas.
Ana bebió un sorbo y, tras pensarlo un momento, dijo con cierta timidez:
—Quiero pedirte algo… ¿Podrías acompañarme al ginecobstetra? Ten