El silencio desde el cuarto de Danna era más aterrador que los gritos.
Veinticuatro horas. Un día completo encerrada. La puerta permanecía cerrada con llave desde el interior.
Sophia dejaba comida en bandejas afuera de la puerta cada pocas horas. Pan. Queso. Agua. Todo intacto cuando regresaba. Dejaba notas escritas a mano:
Estoy aquí. Siempre.
No estás sola.
Respira.
Los tres—Liam, Stephano, Valentina—merodeaban por la casa como fantasmas inquietos. Escuchaban los sonidos que se filtraban a través de la madera: llanto que se convertía en silencio. Objetos rompiéndose. Gritos ahogados contra almohadas.
Liam intentó derribar la puerta a las tres de la madrugada.
Igor lo detuvo con una mano firme en su pecho.
—Dale espacio, jefe.
La voz era suave pero firme.
—Esto no se arregla con fuerza.
Liam se alejó con los puños cerrados hasta que los nudillos se pusieron blancos.
Stephano se sentaba en las escaleras. La cabeza entre las manos.
—Yo empecé esto. Debí dejarla en paz desde el principio