Esa noche, Jasmine no durmió de inmediato. Se quedó en la cama, con la mirada perdida en el techo, reviviendo cada segundo del abrazo de Pedro. No había sido un gesto cualquiera. Había sido un refugio. Una promesa silenciosa de que, aunque él también estuviera roto por dentro, no huiría de los pedazos de ella.
Al día siguiente, el sol salió tímidamente entre nubes pesadas. Las lluvias habían cesado, pero la tierra seguía húmeda, con ese aroma profundo de raíces vivas.
Pedro salió temprano para buscar leña cerca del bosque. Jasmine lo vio cruzar el portón con paso firme, las manos en los bolsillos y una bufanda que ella misma le había prestado. En su ausencia, la casa parecía más silenciosa. Roberta aún dormía, y por un instante, Jasmine tuvo la impresión de que su mundo había cambiado de eje sin que ella lo notara.
Decidió ocuparse de cosas simples: barrer la entrada, alimentar a las gallinas, revisar o pomar dos fundos. Pero todo lo hacía con una especie de expectativa muda. Como si