Esa noche, el sonido de la lluvia golpeando las tejas parecía acompañar el latido del corazón de Jasmine. Mientras cubría a Roberta con a manta en el sofá, sus pensamientos no la dejaban en paz. Pedro estaba en su vida, tan presente, tan real, que le costaba recordar cómo era la rutina antes de su llegada. La casa parecía más viva, más cálida. Hasta las paredes antiguas, con su pintura desgastada, parecían respirar diferente.
Pedro se levantó temprano, como siempre, aunque la lluvia no hubiera cesado del todo. Preparó café en silencio y dejó una taza para Jasmine en la mesa. Ella apareció minutos después, con el cabello aún húmedo, un suéter viejo y el rostro sereno, aunque con ojeras leves que revelaban una noche de pensamientos profundos.
—Gracias por el café —dijo ella, sentándose frente a él.
—De nada. Pensé que te vendría bien algo caliente para empezar el día.
Hubo un momento de silencio, apenas interrumpido por el sonido del reloj de pared y el canto lejano de un gallo.
—¿Siemp