La habitación olía a hierbas medicinales y sangre seca. Lilith cambió los vendajes de Damián con manos firmes pero gentiles, observando cómo su pecho subía y bajaba con cada respiración trabajosa. Tres días habían pasado desde el ataque, y aunque los hombres lobo sanaban más rápido que los humanos, las heridas infligidas por otro Alfa eran diferentes. Más profundas. Más lentas en sanar.
—Deberías descansar —murmuró él, con voz ronca.
—Lo haré cuando estés mejor —respondió ella, aplicando un ungüento verde oscuro sobre la herida que atravesaba su torso.
Damián hizo una mueca de dolor, pero no se quejó. Sus ojos, normalmente dominantes y seguros, ahora la miraban con una vulnerabilidad que Lilith jamás había visto en él.
—No tienes que hacer esto —insistió—. Cualquier otro puede...
—No —lo interrumpió con firmeza—. Yo me quedaré.
El silencio que siguió estaba cargado de palabras no dichas. Lilith recordó cómo lo había encontrado tras la emboscada: sangrando, debilitado, pero aún luchand