Horas después, el jardín parecía otro mundo. El sol de la tarde bañaba los arbustos en tonos dorados, y el aire tenía ese aroma suave a tierra tibia y flores recién abiertas. Elara caminaba junto a Duncan por el sendero de grava, sus dedos entrelazados, sus pasos sincronizados como si el mundo por fin les diera tregua.
—Grace me habló de una iglesia en el pueblo —dijo Elara, con voz tranquila—. La visitaron hace unos días. Dice que es pequeña, pero muy bonita. Tiene vitrales antiguos y un jardín con lavanda.
Duncan la miró con ternura.
—¿Te gustaría casarte allí?
Elara se detuvo un momento, mirando el cielo entre las ramas.
—Creo que sí. Me parece… íntimo. Y lejos de todo.
Duncan sonrió.
—Entonces vamos esta misma tarde. Podemos pedir que nos lleven, y si te gusta, empezamos a planearlo en serio.
Elara lo abrazó con fuerza, con una alegría que no necesitaba palabras. Era más que una iglesia. Era una salida. Un respiro. Un lugar donde Keith no estaría, donde su sombra no alcanz