Keith permaneció apoyado sobre la madera de la puerta, su figura alta y ancha recortada contra la penumbra, con el vaso de whisky aún en su mano. El silencio era asfixiante para Elara. En el centro de la cama estaba ella, con las rodillas apretadas contra su pecho, pero no por el frío; estaba temblando en convulsiones cortas y dolorosas. La piel se le erizaba, a pesar del calor sofocante de la habitación, y cada poro parecía gritar su humillación.
—Acuéstate, Elara —ordenó Keith, su voz tranquila como el agua en calma—. Y relájate, no es tan complicado.
Elara sintió que las palabras eran una burla cruel. ¿Relajarse? Se obligó a soltar sus rodillas y, con la lentitud de una estatua animada, se recostó sobre la espalda. Su cuerpo se hundió en las sábanas de seda oscura. Mantuvo los ojos cerrados, tratando de levantar un muro, negándole su mirada.
Keith se quedó allí, sin moverse, dedicándose a observarla. El silencio se alargó, más denso que nunca, cargado del olor a whisky y a su intim