Elara se quedó inmóvil, todavía sintiendo el sabor del pulgar de Keith sobre su lengua. La humillación era tan real como el sudor frío que le recorría la espalda. Se sentía marcada, profanada por ese simple toque. En lugar de responder a su amenaza final, Keith simplemente la miró fijamente, con una sonrisa lánguida y completamente depredadora, una expresión que decía: Ya eres mía. Luego, se apartó con un movimiento fluido que rompió el cruce de miradas, pero no la tensión, dejándola temblando.
Caminó hacia el rincón más alejado, donde un mueble lacado en ébano servía de discreto bar. Tomó la botella de whisky de cristal tallado y su vaso, cuyo borde brillaba bajo la penumbra de la habitación, que apenas estaba siendo iluminada por la lámpara de noche que estaba junto a la cama. El sonido del licor, vertiéndose, fue el único ruido que rompió el silencio. Keith se dedicó a esa tarea con una perturbadora calma, como si acabara de ordenar el café de la mañana, en lugar de la degradación