Keith retiró lentamente el trozo de hielo derretido de la piel de Elara. El pequeño cuadrado de agua fría que goteaba se convirtió en un trofeo, y él lo llevó a sus propios labios. Lo lamió y lo saboreó con una concentración que era íntima y repugnante, como si estuviera muestreando un vino añejo. Luego lo dejó caer, ahora inservible, sobre la alfombra gruesa.
—Mmm —musitó, y el sonido fue lúbrico y prolongado, lleno de autocomplacencia—. Sabe a sal y miedo. Y un poco a colonia de hombre, supongo que cortesía de mi hermano, pero sobre todo, sabe a territorio marcado. Me pregunto si el sabor de tu boca, o de tu piel, será aún mejor. Si el hielo que se derrite sobre ti es tan dulce, ¿Qué será probarte directamente?
Elara sintió una oleada de náuseas. El terror se condensó en un nudo apretado en su estómago. La idea de que él estuviera probándola de esa manera, que la hubiera consumido con ese acto, le provocó un escalofrío. No pudo evitar el gesto instintivo de repulsión. Frunció el ceñ