Siempre fue así.
Me senté y cerré los ojos, permitiéndome disfrutar de esa certeza. No de su dolor —eso sería vulgar—, sino de la precisión. De saber que aún podía anticiparla.
Sebastián, en cambio, era distinto.
Más impredecible. Más contenido.
Eso lo hacía peligroso… pero también manipulable.
Los hombres que se creen protectores siempre cargan con una ilusión peligrosa: piensan que el sacrificio los legitima. Que, si dan lo suficiente, si resisten lo suficiente, serán indispensables.
No entienden que el apego es un arma de doble filo.
Isabella ya había transferido parte de su dependencia emocional. No toda. Nunca toda. Pero lo suficiente como para que, llegado el momento, una grieta en esa relación la desestabilizara más que cualquier amenaza externa.
No necesitaba separarlos de inmediato.
Solo sembrar la duda.
«¿Y si él sabe más de lo que dice?»
«¿Y si te protege… pero también te controla?»
«¿Y si te observa igual que yo?»
La mente de Isabella haría el resto.
Me levanté y tomé una