Sebastián cierra la puerta detrás de él apenas entro en su abrazo. Pero no es un abrazo apretado, ni desesperado. Es uno medido, contenido, como si temiera que cualquier presión extra pudiera quebrarme por completo. Y tiene razón. Estoy tan frágil que incluso su respiración contra mi cabello parece demasiado real, demasiado fuerte.
—Estás temblando —murmura.
No puedo responder. Sé que si abro la boca solo saldría un sollozo seco, o palabras que no tienen contorno. Me aferro a su camiseta, sintiendo la humedad de mis dedos; no sé si es sudor, lágrimas o ambas cosas.
Sebastián me guía lentamente hacia el sofá, sin soltarme, como si fuera un vidrio delgado a punto de resquebrajarse. Me deja sentarme y se agacha frente a mí, sus ojos buscando mi rostro, intentando leer más allá de lo que digo. Más allá de lo que puedo explicar.
—Isabella, necesito que respires conmigo, ¿sí? Solo eso.
Asiento. O quiero asentir, pero mi cuerpo apenas responde. Mi garganta está cerrada, como si cada palabra