El apartamento estaba en silencio.
Demasiado silencio.
Clara se sentó al borde del sofá, las manos temblorosas, tratando de controlar la respiración que no obedecía. El aire parecía más denso, como si cada molécula conspirara para atraparla dentro de sí misma.
Miró alrededor y todo parecía igual que siempre: la lámpara sobre la mesa, las tazas de café alineadas, la ventana que daba a la calle. Pero algo estaba mal. Todo estaba mal.
Un leve crujido la hizo girar la cabeza hacia la puerta.
No había nadie.
Solo la sombra proyectada por la luz del pasillo.
Pero Clara juraba haber oído pasos.
Pequeños, calculados, casi imperceptibles, como si alguien caminara sobre cristales rotos.
—No… no hay nadie —susurró para sí misma, intentando convencerse.
Su corazón latía con violencia. Cada golpe retumbaba en su pecho, y sentía como si la sangre le ardiera en las venas. La respiración se le volvía corta, rápida, entrecortada. Cada inhalación parecía insuficiente.
Un recuerdo la golpeó sin previo a