Eran las cuatro de la mañana. La ciudad de Manhattan parecía dormir en silencio, por fin libre del constante bullicio, del caos interminable que había sido su compañía en días recientes. Pero para Isabella esa quietud solo parecía amplificar el silencio desgarrador que había dentro de ella. La noche, esa noche eterna, la había visto recostada en la cama de Sebastián, donde sus pensamientos se mezclaban entre el alivio que sentía por no escuchar el estruendo del tráfico y la profunda sensación de vacío que la ahogaba. La noche le había dado tregua, sí, pero también la había obligado a enfrentarse a la cruel realidad: la pérdida irremediable de su hija Eva.
Isabella, acostada allí, sintió cómo las lágrimas comenzaron a recorrerle las mejillas, silenciosas y libres, como si quisiera expulsar todo ese dolor que llevaba guardando en su interior. La memoria de Eva, su pequeña bebé de solo tres años, se mostraba con una intensidad brutal, como una herida abierta que no dejaba de sangrar. La