La noche después del invernadero fue un tejido de pequeños cuidados y grandes mentiras. Bella se levantó a horas intempestivas, revisando pasillos y puertas con una urgencia que le parecía nueva en el cuerpo. Había movido el retrato de la chimenea dos veces esa mañana, como si el óleo pudiera ocultar la verdad con su presencia solemne; no sirvió. El retrato seguía imparcial, y la casa, al contrario, vibraba con cambios que no habían sido ordenados por ella.
Los guardias patrullaban con una disciplina distinta: caras nuevas, pasos que marcaban turnos sin preguntar, radios que susurraban nombres en idiomas que no reconocía. Algunas puertas que antes se abrían con una llave familiar ahora pedían códigos. Llaves maestras que ella misma poseía dejaron de funcionar en habitaciones que había creído seguras. Un olor a limpieza industrial comenzó a quedarse en el aire, como si algo o alguien hubiera hecho un reajuste de orden y control.
Salió al pasillo y se encontró con Oscar en la escalera,