La galería privada tenía la calma medida de quienes creen que el arte disimula intenciones. Sus paredes, cubiertas de lienzos que hablaban en colores apagados, olían a madera y barniz nuevo; una luz tenue recorría las piezas, creando sombras deliberadas. Clara cruzó la sala con pasos suaves: aquel lugar era neutral, elegante y lo suficientemente apartado para que las palabras se dijeran sin prisa. Perfecto para que Martín Ríos jugara a ser confidente o verdugo, según le conviniera.
Él la recibió con la sonrisa exacta, la que usaba para las cámaras cuando quería mostrar empatía sin exponerse. Era un hombre de presencia pulida, traje claro, mirada afilada que calculaba distancia y ventaja como quien dispone piezas en un tablero. La cortés inclinación de cabeza fue apenas la antesala de la conversación.
—Clara —dijo, la voz templada—. Gracias por venir. Espero que el dossier le haya servido.
—Ha sido útil —respondió ella, dejándose caer en la butaca frente a la obra más grande de la sala