La madrugada en Manhattan tenía un pulso propio. Afuera, las luces se disolvían en el vidrio panorámico de su oficina, reflejando su rostro cansado pero atento. Sebastián llevaba horas analizando patrones de transferencias, moviendo los dedos sobre la mesa táctil con la precisión de un cirujano. Había algo en los datos que no cuadraba.
El nombre de Carlos había vuelto a aparecer. No en texto directo, claro —era un eco, un susurro dentro de una secuencia de transacciones codificadas— pero Sebastián sabía leer entre líneas. Los Millán eran metódicos, pero no infalibles. Y lo que había encontrado esa noche no era un simple error: era un movimiento deliberado, cuidadosamente disfrazado.
Abrió un registro bancario antiguo, una cuenta offshore en Ginebra que creía inactiva. Allí estaba el patrón: pequeñas transferencias trianguladas que convergían en una nueva compañía fantasma creada apenas seis meses atrás. El beneficiario final: Millan Gropu, y al final el nombre de Carlos.
Sus iniciales